Ana María Matute (Barcelona, 26 de julio de 1925 - Barcelona, 15 de junio de 2014), nuestra genial escritora, Académica de la Lengua, ganadora del Premio Cervantes de Literatura en 2010, siempre una niña en su color espiritual, la narradora que
nos contaba cuentos necesarios para vivir y que nos atrapaba con novela
exquisitas, se ha ido y nos ha dejado desangelados, tristones y
abatidos. Es momento de escuchar su voz otra vez, pues así renovados y
protegidos por su dulce aura podremos continuar.
¡Eres nuestra, amada narradora!
Ana María Matute |
Ana María Matute |
Disfruta de su Discurso de ingreso en la Real Academia de la Lengua.
Ana María Matute |
Ana María Matute recibe el Premio Cervantes de manos de los Reyes de España en 2010 |
Son muchas las novelas y relatos que nos han dejado
huella imborrable en el corazón, y numerosos los premios que han llegado
hasta ella.
Ana María Matute, emocionada Premio Cervantes 2010, felicitada por la reina doña Sofía |
Rindámosle nuestro cariñoso y emocionado homenaje, en el conocimiento de que siempre nos seguirá acompañando desde sus Letras imborrables para siempre.
Ana María Matute, nuestra Premio Cervantes 2010, felicitada por el rey don Juan Carlos I |
Ana María, dulce narradora, te queremos mucho.
Ana María Matute entre sus adorados libros |
Leamos este fragmento maravilloso de su novela Paraíso inhabitado, donde su protagonista Adriana relata el mundo encantado y creado por ella misma para sobrevivir entre personas más prosaicas. Delicioso, elegante, hermoso y arrebatador:
Zeljko Djurovic |
Nací
cuando mis padres ya no se querían. Cristina, mi hermana mayor, era por
entonces una jovencita displicente, cuya sola mirada me hacía culpable
de alguna misteriosa ofensa hacia su persona, que nunca conseguí
descifrar. En cuanto a mis hermanos Jerónimo y Fabián, gemelos y llenos
de acné, no me hacían el menor caso. De modo que los primeros años de mi
vida fueron bastante solitarios.
Uno de mis recuerdos más lejanos se remonta a la noche en que vi correr al Unicornio que vivía enmarcado en la reproducción de un famoso tapiz. Con asombrosa nitidez, le vi echar a correr y desaparecer por un ángulo del marco, para reaparecer enseguida y retomar su lugar; hermoso, blanquísimo y enigmático.
Uno de mis recuerdos más lejanos se remonta a la noche en que vi correr al Unicornio que vivía enmarcado en la reproducción de un famoso tapiz. Con asombrosa nitidez, le vi echar a correr y desaparecer por un ángulo del marco, para reaparecer enseguida y retomar su lugar; hermoso, blanquísimo y enigmático.
Zeljko Djurovic |
Nunca supe por qué razón el Unicornio había
intentado escapar del cuadro y durante mucho tiempo me intrigó, y aun me
atemorizó un poco. Por aquellos días yo no debía de tener más de cinco
años -quizá sólo cuatro-, pero ese recuerdo tiene un lugar relevante
entre los primeros de mi vida. A veces, los recuerdos se parecen a
algunos objetos, aparentemente inútiles, por los que se siente un
confuso apego. Sin saber muy bien por qué razón, no nos decidimos a
tirarlos y acaban amontonándose al fondo de ese cajón que evitamos
abrir, como si allí fuéramos a encontrar alguna cosa que no se desea, o
incluso se teme vagamente.
Zeljko Djurovic |
Más o menos por aquellos tiempos en que vi echar a correr al Unicornio, fui enterándome, poco a poco, de que había nacido a destiempo. La primera noticia concreta la tuve durante mis prolongadas escuchas bajo la mesa del cuarto de la plancha. Junto a la cocina y el antiguo cuarto de jugar -ahora convertido en cuarto de estudio, porque Jerónimo y Fabián estudiaban allí, y aparentemente ya nadie jugaba en aquella familia- eran mis espacios habituales.
Las personas más cercanas a mí eran precisamente las que los frecuentaban y ocupaban: Tata María y la cocinera Isabel. Escondida debajo de la mesa de la plancha, escuchaba sus conversaciones, a menudo tan misteriosas que, cuando hablaban del mundo y la vida en general, me despertaban innumerables preguntas, pero si se referían a mí resultaban muy claras. De este modo tuve el temprano conocimiento de que había nacido tarde y en el momento menos oportuno para la familia.
-Esta no ha tenido la suerte de sus hermanos, pobrecilla -murmuraba Isabel, siempre sentimental, mientras recogía y guardaba alguna cosa. Tata María se limitaba a levantar los ojos al techo y, de cuando en cuando, acompañado de un golpe de plancha, murmurar algo ininteligible.
Zeljko Djurovic |
A pesar de todo, mis primeros años no fueron desgraciados. Incluso me atrevo a decir que fueron más felices que los de algunos niños nacidos en circunstancias más favorables. Entre otras cosas, yo ya me había fabricado un mundo propio, donde vivía sumergida en algún elemento nebuloso, y a veces extraordinariamente cálido, con la calidez que -por lo oído bajo la mesa de la plancha- me había sido de algún modo regateada.
Christiane Vleugels |
Esconderme bajo aquella mesa -aun con el convencimiento de que las dos mujeres sabían, o sospechaban, mi presencia- no era el único de mis refugios. No puedo recordar exactamente cuándo empecé a saltar de la cama y recorrer el mundo nocturno de la casa. Suponía a todos dormidos. Y lo estaban, o no estaban, o estaban en algún lugar muy alejado de mí. Pero la casa, no. La casa despertaba precisamente entonces.
Zeljko Djurovic |
Tata María, y la cocinera Isabel, me habían leído, la primera, y contado, la segunda, muchos cuentos. Los libros desechados ya por mis hermanos fueron, primero en sus labios y poco más tarde leídos por mí misma, lo más revelador y dichoso de mi primera infancia. Y no es extraño -o no lo era entonces- que en alguna de aquellas correrías nocturnas, descalza y en camisón, viera una bandada de príncipes cisnes -once, exactamente- volar cielo arriba, o escuchara suavemente, entre el vaivén de las cortinas de mi ventana, la llamada de un conocido caramillo.
Zeljko Djurovic |
Cristina me había aceptado a regañadientes en su
cuarto. Casi lloró pidiendo que no la obligaran a compartir sus cosas
con las mías (yo no tenía nada, excepto el osito Celso). Y mamá dijo que
Cristina tenía razón: ella era una mujercita, y yo, un "gorgojo". Así
que por aquellas noches ya tenía un dormitorio propio, claro que mucho
más pequeño que el que hasta entonces había compartido con Cristina. Era
una habitación, no en la llamada parte "noble" de la casa, sino en la
zona del cuarto de estudio, el de las Tatas, el de la plancha, la
cocina... En fin allí donde yo me movía libremente y sin temor.
Se trataba de un cuarto pequeño, con una ventana de cortinas azules y amarillas, y gruesos visillos blancos, con un casi invisible zurcidito en una esquina, que había cosido Tata María. Cuando se corrían los visillos, se podía apreciar, en su amplitud, el patio interior que tanta importancia tuvo para mi primera infancia, y mis recuerdos. No era precisamente un jardín encantador, era un espacioso patio interior con el suelo cubierto de lositas hexagonales de color gris. Al fondo del portal de la casa, había una puerta grande que sólo se abría para dar paso a ese patio y al garaje -minigaraje-, donde guardaban los dos o tres únicos coches de los vecinos de la casa. En una plaquita dorada, de otros tiempos, aún se leía: "ENTRADA DE CARRUAJES".
Christiane Vleugels |
Se trataba de un cuarto pequeño, con una ventana de cortinas azules y amarillas, y gruesos visillos blancos, con un casi invisible zurcidito en una esquina, que había cosido Tata María. Cuando se corrían los visillos, se podía apreciar, en su amplitud, el patio interior que tanta importancia tuvo para mi primera infancia, y mis recuerdos. No era precisamente un jardín encantador, era un espacioso patio interior con el suelo cubierto de lositas hexagonales de color gris. Al fondo del portal de la casa, había una puerta grande que sólo se abría para dar paso a ese patio y al garaje -minigaraje-, donde guardaban los dos o tres únicos coches de los vecinos de la casa. En una plaquita dorada, de otros tiempos, aún se leía: "ENTRADA DE CARRUAJES".
Zeljko Djurovic |
Cuando me asomaba a la ventana de mi cuarto, contemplaba el ir y venir de los chóferes. Entre ellos estaba Paco, mi primer amigo, porque fue la primera persona con la que entablé conversación fuera de la familia. Visto desde mi ventanita, Paco era un hombre para mí gigantesco, que calzaba botas altas, como si fuera a montar a caballo. Era mi amigo, porque él me llamaba su novia, y me lanzaba besos con la mano.
Zeljko Djurovic |
También consideraba amigo mío al farolero, aunque jamás había cruzado una palabra con él, pero en mis escapadas al salón, le veía desde el balcón, allá abajo. En los atardeceres iba encendiendo, con una larga pértiga, llamitas azuladas, temblorosas, dentro de sus fanales. Era un hombre bajito, vestido de azul marino, con gorra adornada de una cinta roja, a quien nunca vi la cara, porque en la ciudad era siempre otoño, o invierno, y a esas horas ya no se veía con claridad lo que ocurría más allá de los balcones. Eran precisamente los balcones del llamado Salón -nombrado así, con cierto deleite en boca de Tata María y la cocinera Isabel- allí a donde yo acudía, noctámbula y rodeada de una niebla cálida que sólo transparentaba cuanto yo deseaba ver, y jamás he vuelto a recuperar. Ahora la niebla sólo es niebla, conocida y húmeda, fría y casi desprovista de misterio.
Pero no entonces.
Zeljko Djurovic |
Entonces,
el mundo empezaba cuando yo saltaba sigilosa de la cama, me asomaba a la
puerta y vigilaba cautelosamente el largo pasillo que conducía a la
otra puerta, la que me llevaría a la habitación más misteriosa de la
casa: el salón, tan respetado por las dos mujeres que componían,
entonces, lo más parecido a mi familia, y, para mí, el umbral del mundo
en que realmente vivía. La noche era mi lugar, el que yo me había
creado, o él me había creado a mí, allí donde yo verdaderamente
habitaba. Despertar en la noche, adormecer en la mañana, y aquel vivir a
contrapelo, fue quizá la razón de la tenue felicidad que me salvó de
cosas como saber que nunca fui deseada, de haber nacido a destiempo en
una familia que había ya perdido la ilusión y la práctica del amor.
Zeljko Djurovic |
Al salón se llegaba cruzando el pasillo. Cuando se atravesaban las puertas encristaladas que conducían a la zona donde el parquet se enceraba y cubría a trechos por gruesas alfombras. Aquellas alfombras (aún hoy soñadas) donde se hundían a placer los pies descalzos. A veces yo creía que el pasillo era un río, y que por él se deslizaban barcos de papel de periódico, como los que hacía a veces Tata María, cuando yo era aún muy pequeña, con las páginas de los ABC atrasados. Y en uno de aquellos barcos, llenos de sucesos y anuncios, yo navegaba, con un dedo sobre los labios para imponer silencio a todas las invisibles y visibles criaturas que me acompañaban o espiaban en la travesía.
Christiane Vleugels |
La oscuridad no era total, como en el dormitorio. Apenas se cruzaba la puerta encristalada empezaba la noche de las luces apagadas y las luces que se encienden de trecho en trecho, a veces repentinamente; un súbito cuadro de luz amarilla sobre el suelo, que poco después desaparecía; y un poco más allá, el reflejo de la luna en algún objeto cristalino. Hasta llegar al otro lado de la puerta en vaivén, como las de las películas de vaqueros, pero de cristal. Y empezaba mi noche, con el salón y las llamitas que había encendido mi amigo el farolero y teñían los visillos de un tenue resplandor azul.
Zeljko Djurovic |
El salón era, quizá, la habitación más importante de la casa. Yo desembarcaba a sus puertas y lo contemplaba temiendo, con el golpeteo de mi corazón, que llegara uno de aquellos altos y extraños seres Gigantes que me atemorizaban -entre los que se contaban también, pese a mí misma, papá y mamá- y me devolvieran al temible reino del sol. El desapego de los Gigantes favorecía, de todos modos, el éxito de aquellas incursiones nocturnas. Si no tenía acceso a sus vidas, ellos no la tendrían a la mía: y la mía era infinitamente mejor. Eso me parecía entonces (y aún puedo afirmar ahora, cuando estoy a punto de decir adiós a cuanto me rodea y me rodeó). No puedo permitirme el disimulo ni la falsedad, porque estoy recuperando recuerdos, retazos de un barco de papel arrinconado al fondo de un cajón que nunca tuve valor para abrir.
Marion Peck |
Acostumbraba a instalarme
agazapada bajo un sofá de altas patas torneadas, hermoso e incómodo
-como casi todo lo hermoso-. No era un espionaje, más bien un refugio.
Zeljko Djurovic |
Se trataba de la más espaciosa de las habitaciones. Para mí, entonces, tan enorme como lo eran sus muebles y todo cuanto allí se acumulaba. A menudo tomaban formas de animales o montañas, y hasta cascadas, que caían suavemente y sin ruido sobre los dibujos de la alfombra. Olía de un modo especial, distinto al resto de la casa. Yo le llamo ahora "olor al salón", una mezcla de olor a alfombra calentada por los radiadores, y a cera de parquet, y a madera de caoba. Del techo colgaban dos grandes lámparas, como árboles de cuyas ramas, en lugar de hojas, nacían cristales. Reflejaban estrellitas móviles, como si tuvieran vida y su vida fuera el resplandor que emanaba de allá abajo, de la acera donde, a su vez, otras llamitas azules temblaban en sus fanales.
Tata
María y la cocinera Isabel sentían un respeto casi reverencial hacia
aquellas dos lámparas a las que, ante mi desconcierto, llamaban
"arañas". La única araña que yo había visto apareció un día en el cuarto
trastero, junto a la cocina. Fue una verdadera conmoción en el mundo en
que yo me movía (la cocina, el cuarto de plancha, la despensa).
Apareció provocando gritos histéricos. Ante mi asombro, Tata María,
siempre tan seria y mesurada, se subió a una silla, sofocando gritos con
la mano sobre la boca, hasta que Isabel mató a la araña de un
palmetazo.
Era un animal pequeño, negro y peludo, que me despertó más curiosidad que asco y, finalmente, una cierta compasión. Isabel recogió en un papel lo que quedaba de ella y lo tiró a la basura. Así que poca cosa tenía que ver con las dos lámparas que tanta admiración, y hasta veneración, despertaban en las dos mujeres. Cosas como éstas contribuían a aumentar día a día la distancia que me separaba del mundo de las personas mayores: Gigantes lejanos, impredecibles y un poco ridículos.
Odilon Redon |
Era un animal pequeño, negro y peludo, que me despertó más curiosidad que asco y, finalmente, una cierta compasión. Isabel recogió en un papel lo que quedaba de ella y lo tiró a la basura. Así que poca cosa tenía que ver con las dos lámparas que tanta admiración, y hasta veneración, despertaban en las dos mujeres. Cosas como éstas contribuían a aumentar día a día la distancia que me separaba del mundo de las personas mayores: Gigantes lejanos, impredecibles y un poco ridículos.
Zeljko Djurovic |
No sé si los cristales-hojas de aquellas lámparasarañas tenían vida propia, pero lo cierto es que yo creía oír un tintineo lejano y misterioso entre sus ramas, y que los fulgores que de unas a otras iban comunicándose formaban parte de alguna conversación, en un idioma que aún yo no conocía, pero estaba a punto de aprender. Había también un reloj, dorado, con la esfera de porcelana blanca y dibujos azules rodeada de brillantes falsos, que me atraía especialmente, por asociarlo a uno de los inapreciables tesoros que mencionaban los cuentos, aún leídos por la Tata o contados por Isabel, con que se nutría mi imaginación.
Christiane Vleugels |
A través de los cristales, visillos y cortinas que impedían la visión de la calle, la calle estaba ahí abajo, muy próxima, porque vivíamos en un entresuelo, que entonces se llamaba principal, y quizá ahora también. Cuando me deslizaba suavemente sobre la alfombra y llegaba a uno de aquellos dos balcones que se abrían al mundo exterior, descorría los visillos y me asomaba al de los faroles y el farolero. Enfrente, al otro lado de la calle, veía la pared de ladrillos rojos que bordeaba los jardines de la iglesiaconvento de la Milagrosa, adonde me llevaba la Tata los domingos. Por encima de la tapia, sobresalían las copas de los árboles y, cuando hacía viento, veía y oía su balanceo nocturno, como una voz que quisiera comunicar algo a alguien en alguna parte, en algún tiempo. Sentía entonces un leve escalofrío, no sé aún si de temor o de placer, sobre todo en las noches de luna, como aquella en que vi echar a correr al Unicornio.
Gustave Moreau |
Moretto de Brescia |
Me miró por primera vez, con sus grandes ojos azules, parecidos o quizá iguales a los del Unicornio, y añadió: "Tendrá otro lenguaje". Con otro lenguaje, y sabiendo que las flores marchitas pueden resucitar en la noche, y también cuentan sus historias las tazas, los tenedores, las agujas de zurcir y las sartenes, recalaba yo, en mi barquito de papel de periódico, hasta la gruta bajo el alto e incómodo sofá, donde me permitían ver, oír y oler todas aquellas criaturas que fingían no verme, pero me querían. O así me gustaba creerlo.
Gustave Moreau |
Ya, tiempo atrás, un par de estatuillas, una blanca, la otra negra, me habían hecho señas. A veces levantaban la mano y la agitaban como un saludo, otras sonreían. Y, cosa rara, sonreía más la oscura, aquella a la que apenas podía ver la cara. Pero sobre todas estas cosas, había como un viento bajo, secreto, que avanzaba conmigo a ras de suelo, rozando la alfombra, hacia los balcones: como cuando en otoño oí crepitar las hojas caídas, bajo las pezuñas del Unicornio. Todavía no había estado nunca en un bosque y, sin embargo, lo presentí, tal como fue años después: cuando ya leía, y no sólo escuchaba historias de labios de María o Isabel, sino que podía levantarlas yo misma de entre las páginas de aquellos libros que tanta importancia tuvieron para mí.
Zeljko Djurovic |
Allí, bajo el sofá, o bajo cualquier otro mueble donde pudiera ovillarme, asistía a ecos, susurros y chispazos de luz que iban comunicándose, unos a otros. Una conversación entre destellos que yo, poco a poco, iba entendiendo. Sí, existía otro lenguaje, y era el mío. Eduarda tenía razón.
Zeljko Djurovic |
Aunque también, en ocasiones, hacía, precipitadamente, la travesía a la inversa: cuando oía conversaciones de Gigantes en el salón, con las arañas encendidas, las cortinas cerradas, ruido de copas y extrañas y casi sofocadas risas que para mí, entonces, eran únicamente sonidos guturales, ligeramente punzantes. Recuerdo ahora algo que entonces no sabía: yo, en mi primera infancia, además de no hablar no me reí nunca. Ignoraba lo que era la risa, y la verdad es que también a mis hermanos Jerónimo y Fabián tardé mucho en oírles reír.
Christiane Vleugels |
Ni siquiera cuando llegaban del colegio, entraban en el cuarto de estudio y vaciaban las carteras encima de la mesa. Ceñudos, incómodos consigo mismos, ya no demasiado niños ni todavía hombres, en esa tierra de nadie que se llama adolescencia. Se enfrascaban en sus libros, rodaban lápices, se abrían y cerraban cuadernos, intercambiaban frases, preguntas, y a veces, se levantaban y se enzarzaban en un simulacro de pelea -que acababa siempre sin vencido ni vencedor- y retornaban a sus estudios. O así lo parecía, de nuevo rodeados de lápices, cuadernos, gomas de borrar y algún que otro sacapuntas de hoja demasiado gastada. Pero nunca, entonces, les oí reírse. Cristina, por supuesto, quedaba muy lejos de estas cosas, encastillada en su habitación. Y sonreía.
Zeljko Djurovic |
Pues bien, cuando había risas en el salón, y las lucesamarillas en las arañas ya no eran chispazos de luz comunicándose mensajes entre sí, sombras y reflejos reproducidos misteriosamente en el techo o en la pared, palabra silenciosa, lenguaje secreto, entonces, como dije, hacía la travesía al revés, daba la vuelta a mi barco de papel, con sus noticias de jarabe para la tos, aceite de hígado de bacalao, píldoras para aumentar los senos y Cerebrino Mandri, y me dirigía a la cocina, porque sus habitantes de carne y hueso, ya ni siquiera se reían, dormían profundamente, e incluso podía oírse el zumbido de algún que otro ronquido a través de la puerta del llamado cuarto de las Tatas.
Gustave Doré |
Y en la cocina, también existía otro retazo del mundo en que yo habitaba. Andersen me había dicho que las tazas, las teteras, los tenedores y hasta las sartenes tienen también su vida nocturna. Me asomaba a la alacena, y creía escuchar la afónica voz, lastimera y resentida de la vieja tetera cruzada por una grieta apenas visible, pero que anunciaba su rotura inminente. Y oía las quejas de las cucharillas y tenedores mezclados al tuntún en el cajón más variopinto de la cocina: allí donde iban a parar todos los desparejados, derrotados soldados de alguna perdida batalla contra el tiempo, retirados ya para siempre del comedor de los Gigantes.
Corinne Hartley |
Lloraban, por sentirse separados de algún compañero o amigo que habían creído inseparable, y yo oía su llanto. Y recuerdo muy bien una cucharilla puesta a secar en una taza, por la que se deslizaba una lágrima como una diminuta estrella, tan despacio que parecía que no acababa de caer. También el grillo despertaba, las noches de verano, en su diminuta jaula, junto a los restos de una hoja de lechuga amorosamente colocada por Isabel. Y el vaso de cristal, al borde de la ventana, con su verde y exultante ramo de perejil. A veces, desde el patio de la cocina -no era como el de mi novio Paco-, me llegaba algún ruido. Por la abierta ventana, otra ventana de luz amarilla, se encendía en la pared de enfrente. Algún grifo goteaba. Luego, otra vez el silencio de la noche, con todo su esplendor, aquel que ponía al descubierto -por lo menos entonces y para mí- los mil mundos ocultos de la casa y quizá de todas las casas.
Zeljko Djurovic |
Y así fue como una noche vi
echar a correr al Unicornio. Fue una carrera fugaz, como los destellos
de cristal, hasta desaparecer en un ángulo del cuadro, seguido de un
leve rumor de follaje pisoteado, y olor a hojas caídas. Al poco,
regresó. Volvió a colocarse mansamente, bajo las manos de una mujercita
rubia, que, según me parecía, lo contemplaba entre amorosa, divertida o
estupefacta.
Corinne Hartley |
Tengo muy presente aquella noche, porque precisamente a la mañana siguiente me vi cara a cara, por vez primera, en el mundo de los Gigantes. Quiero decir, que me llevaron al colegio del paseo del Cisne: Saint Maur.
Zeljko Djurovic |
El colegio del paseo del Cisne había sido antes el colegio de Cristina. Fue esto lo primero que oí apenas crucé aquel umbral y subí sus escaleras. Tata María secó con la punta del delantal una lágrima de mi mejilla, me recomendó que fuera buena, que obedeciera siempre, y que cuando me pasara algo malo dijera el Jesusito de mi vida, pero que no haría falta, porque aquellas señoras eran muy buenas y muy santas y ya vería yo qué bien.
Christiane Vleugels |
Pero cuando nos separaron, de la mano de sor Monique, volví la cara y la vi que también se llevaba la punta del delantal a los ojos, y tenía la boca fruncidita, como aquellos calcetines que llevaba en una bolsa y zurcía junto a la merienda, cuando íbamos al parque, que entonces se llamaba Los Jardines del Museo. Porque había un museo, con un enorme esqueleto dentro, que se llamaba Mamut, y yo lo relacionaba, sin motivo ni sentido alguno, con la palabra mamá.
Zeljko Djurovic |
En cuanto estuve sentada en la clase de párvulos, Madame Saint Genis -nada de sor, eso era para las tatas del colegio- se inclinó afectuosamente hacia mí, que estaba sentada en primera fila, en un pupitre doble -quiero decir que era para dos pero yo aún no tenía compañera- y, en tanto me invadía una vaharada indefinible, mezcla de incienso, velas y aliento a café con leche (seguramente acababa de desayunar), me comunicó que Cristina, la gran Cristina que me había arrojado de su dormitorio y me hacía sentir culpable de haber nacido, o por lo menos de haber nacido a destiempo, había sido una alumna ejemplar, intachable, piadosa, aplicada y dulce. Que esperaban de mí un comportamiento que no desentonara del de ella y que mi familia era muy querida por ellas. Yo tenía entonces cinco años.
Zeljko Djurovic |
Lo que saqué en limpio de aquella conversación -mejor dicho, monólogo- fue una serie de preguntas. ¿Aplicada?, y me dije: ¿aplicada a qué? Hasta entonces esta palabra era muy concreta y específica. Por ejemplo, a una cataplasma que me habían puesto el año anterior, una vez que tosía mucho.
Zeljko Djurovic |
Jerónimo y Fabián tenían pocas y brevísimas
conversaciones conmigo pero mostraban hacia mí una cierta simpatía, o
quizá ternura, que entonces yo no lograba apreciar. Una vez, viéndoles
vaciar sus carteras sobre la mesa, les pregunté: "¿Cómo es el colegio?".
Ellos se miraron, y Jerónimo me dijo: "¡Es el ejército!". Fabián
añadió: "Es el ejército: tú formas parte de un batallón, y tienes
capitanes, tenientes, generales...". Jerónimo se inclinó hacia mí, y por
primera vez me acarició la cabeza. Pero yo no lo había olvidado, y poco
después me encontré con mi teniente, o capitán, o general... Todas
aquellas señoras que Tata María había calificado como buenas y santas. Y
que todo iría bien.
Paraíso inhabitado de Ana María Matute
Christiane Vleugels |
Disfrutamos, a continuación, de un fragmento de un cuento de nuestra Ana María, La rama seca:
Christiane Vleugels |
Un día, la niña dejó de asomarse a la ventana. Doña Clementina le preguntó a la mujer Mediavilla:
-¿Y la pequeña?
-Ay, está delicá, sabe usted. Don Leoncio dice que le dieron las fiebres de Malta.
-No sabía nada...
Claro, ¿cómo iba a saber algo? Su marido nunca le contaba los sucesos de la aldea.
-Sí -continuó explicando la Mediavilla-. Se conoce que algún día debí dejarme la leche sin hervir... ¿sabe usted? ¡Tiene una tanto que hacer! Ya ve usted, ahora, en tanto se reponga, he de privarme de los brazos de Pascualín.
Christiane Vleugels |
Pascualín tenía doce años y quedaba durante el día al cuidado de la niña. En
realidad, Pascualín salía a la calle o se iba a robar fruta al huerto vecino, al
del cura o al del alcalde. A veces, doña Clementina oía la voz de la niña que
llamaba. Un día se decidió a ir, aunque sabía que su marido la regañaría.
Eduardo Naranjo |
La casa era angosta, maloliente y oscura. Junto al
establo nacía una escalera, en la que se acostaban las gallinas. Subió, pisando
con cuidado los escalones apolillados que crujían bajo su peso. La niña la debió
oír, porque gritó:
-¡Pascualín! ¡Pascualín!
-¡Pascualín! ¡Pascualín!
Eduardo Naranjo |
Entró en una estancia muy pequeña, a donde la claridad llegaba apenas por un
ventanuco alargado. Afuera, al otro lado, debían moverse las ramas de algún
árbol, porque la luz era de un verde fresco y encendido, extraño como un sueño
en la oscuridad. El fajo de luz verde venía a dar contra la cabecera de la cama
de hierro en que estaba la niña. Al verla, abrió más sus párpados entornados.
José Luis Corella |
-Hola, pequeña -dijo doña Clementina-. ¿Qué tal estás?
La niña empezó a llorar de un modo suave y silencioso. Doña Clementina se agachó y contempló su carita amarillenta, entre las trenzas negras.
Christiane Vleugels |
-Sabe usted -dijo la niña-, Pascualín es malo. Es un
bruto. Dígale usted que me devuelva a "Pipa", que me aburro sin "Pipa"...
Seguía llorando. Doña Clementina no estaba acostumbrada a hablar a los niños, y algo extraño agarrotaba su garganta y su corazón.
Salió de allí, en silencio, y buscó a Pascualín. Estaba sentado en la calle, con la espalda apoyada en el muro de la casa. Iba descalzo y sus piernas morenas, desnudas, brillaban al sol como dos piezas de cobre.
Seguía llorando. Doña Clementina no estaba acostumbrada a hablar a los niños, y algo extraño agarrotaba su garganta y su corazón.
Salió de allí, en silencio, y buscó a Pascualín. Estaba sentado en la calle, con la espalda apoyada en el muro de la casa. Iba descalzo y sus piernas morenas, desnudas, brillaban al sol como dos piezas de cobre.
Eduardo Naranjo |
-Pascualín -dijo doña Clementina.
El muchacho levantó hacia ella sus ojos desconfiados. Tenía las pupilas grises y muy juntas y el cabello le crecía abundante como a una muchacha, por encima de las orejas.
-Pascualín, ¿qué hiciste de la muñeca de tu hermana? Devuélvesela.
Pascualín lanzó una blasfemia y se levantó.
-¡Anda! ¡La muñeca dice! ¡Aviaos estamos!
El muchacho levantó hacia ella sus ojos desconfiados. Tenía las pupilas grises y muy juntas y el cabello le crecía abundante como a una muchacha, por encima de las orejas.
-Pascualín, ¿qué hiciste de la muñeca de tu hermana? Devuélvesela.
Pascualín lanzó una blasfemia y se levantó.
-¡Anda! ¡La muñeca dice! ¡Aviaos estamos!
Eduardo Naranjo |
Dio media vuelta y se fue hacia la casa, murmurando.
Al día siguiente, doña Clementina volvió a visitar a la niña. En cuanto la vio, como si se tratara de una cómplice, la pequeña le habló de "Pipa":
-Que me traiga a "Pipa", dígaselo usted, que la traiga...
Al día siguiente, doña Clementina volvió a visitar a la niña. En cuanto la vio, como si se tratara de una cómplice, la pequeña le habló de "Pipa":
-Que me traiga a "Pipa", dígaselo usted, que la traiga...
José Luis Corella |
El llanto levantaba el pecho de la niña, le llenaba la cara de lágrimas, que
caían despacio hasta la manta.
-Yo te voy a traer una muñeca, no llores.
-Yo te voy a traer una muñeca, no llores.
Eduardo Naranjo |
Doña Clementina dijo a su marido, por la noche:
-Tendría que bajar a Fuenmayor, a unas compras.
-Baja -respondió el médico, con la cabeza hundida en el periódico.
Eduardo Naranjo |
A las seis de la mañana doña Clementina tomó el auto de
línea, y a las once bajó en Fuenmayor. En Fuenmayor había tiendas, mercado, y un
gran bazar llamado "El Ideal". Doña Clementina llevaba sus pequeños ahorros
envueltos en un pañuelo de seda. En "El Ideal" compró una muñeca de cabello
crespo y ojos redondos y fijos, que le pareció muy hermosa. "La pequeña va a
alegrarse de veras", pensó. Le costó más cara de lo que imaginaba, pero pagó de
buena gana.
Anochecía ya cuando llegó a la aldea. Subió la escalera y, algo avergonzada de sí misma, notó que su corazón latía fuerte. La mujer Mediavilla estaba ya en casa, preparando la cena. En cuanto la vio alzó las dos manos.
-¡Ay, usté, doña Clementina! ¡Válgame Dios, ya disimulará en qué trazas la recibo! ¡Quién iba a pensar...!
Anochecía ya cuando llegó a la aldea. Subió la escalera y, algo avergonzada de sí misma, notó que su corazón latía fuerte. La mujer Mediavilla estaba ya en casa, preparando la cena. En cuanto la vio alzó las dos manos.
-¡Ay, usté, doña Clementina! ¡Válgame Dios, ya disimulará en qué trazas la recibo! ¡Quién iba a pensar...!
Eduardo Naranjo |
Cortó sus exclamaciones.
-Venía a ver a la pequeña, le traigo un juguete...
Muda de asombro la Mediavilla la hizo pasar.
-Ay, cuitada, y mira quién viene a verte...
La niña levantó la cabeza de la almohada. La llama de un candil de aceite, clavado en la pared, temblaba, amarilla.
-Mira lo que te traigo: te traigo otra "Pipa", mucho más bonita.
Abrió la caja y la muñeca apareció, rubia y extraña.
-Venía a ver a la pequeña, le traigo un juguete...
Muda de asombro la Mediavilla la hizo pasar.
-Ay, cuitada, y mira quién viene a verte...
La niña levantó la cabeza de la almohada. La llama de un candil de aceite, clavado en la pared, temblaba, amarilla.
-Mira lo que te traigo: te traigo otra "Pipa", mucho más bonita.
Abrió la caja y la muñeca apareció, rubia y extraña.
Eduardo Naranjo |
Los ojos negros de la niña estaban llenos de una luz nueva, que casi embellecía
su carita fea. Una sonrisa se le iniciaba, que se enfrió en seguida a la vista
de la muñeca. Dejó caer de nuevo la cabeza en la almohada y empezó a llorar
despacio y silenciosamente, como acostumbraba.
-No es "Pipa" -dijo-. No es "Pipa".
-No es "Pipa" -dijo-. No es "Pipa".
Eduardo Naranjo |
La madre empezó a chillar:
-¡Habrase visto la tonta! ¡Habrase visto, la desagradecida! ¡Ay, por Dios, doña Clementina, no se lo tenga usted en cuenta, que esta moza nos ha salido retrasada...!
Doña Clementina parpadeó. (Todos en el pueblo sabían que era una mujer tímida y solitaria, y le tenían cierta compasión).
-No importa, mujer -dijo, con una pálida sonrisa-. No importa.
Salió. La mujer Mediavilla cogió la muñeca entre sus manos rudas, como si se tratara de una flor.
-¡Ay, madre, y qué cosa más preciosa! ¡Habrase visto la tonta ésta...!
Al día siguiente doña Clementina recogió del huerto una ramita seca y la envolvió en un retal. Subió a ver a la niña:
-Te traigo a tu "Pipa".
La niña levantó la cabeza con la viveza del día anterior. De nuevo, la tristeza subió a sus ojos oscuros.
-No es "Pipa".
Eduardo Naranjo |
Día a día, doña Clementina confeccionó "Pipa" tras "Pipa", sin ningún resultado. Una gran tristeza la llenaba, y el caso llegó a oídos de don Leoncio.
-Oye, mujer: que no sepa yo de más majaderías de ésas... ¡Ya no estamos, a estas alturas, para andar siendo el hazmerreír del pueblo! Que no vuelvas a ver a esa muchacha: se va a morir, de todos modos...
-¿Se va a morir?
-Pues claro, ¡que remedio! No tienen posibilidades los Mediavilla para pensar en otra cosa... ¡Va a ser mejor para todos!
En efecto, apenas iniciado el otoño, la niña se murió.
Doña Clementina sintió un pesar grande, allí dentro, donde un día le naciera tan
tierna curiosidad por "Pipa" y su pequeña madre.
Eduardo Naranjo |
Fue a la primavera siguiente, ya en pleno deshielo,
cuando una mañana, rebuscando en la tierra, bajo los ciruelos, apareció la
ramita seca, envuelta en su pedazo de percal. Estaba quemada por la nieve,
quebradiza, y el color rojo de la tela se había vuelto de un rosa desvaído. Doña
Clementina tomó a "Pipa" entre sus dedos, la levantó con respeto y la miró, bajo
los rayos pálidos del sol.
Eduardo Naranjo |
-Verdaderamente- se dijo-. ¡Cuánta razón tenía la pequeña! ¡Qué cara tan hermosa
y triste tiene esta muñeca!
Fragmento de La rama seca
Jorge Gallego García |
Leamos otro maravilloso cuento: Los relojes
Me avergüenza confesar que hasta hace muy poco no he
comprendido el reloj. No me refiero a su engranaje interior -ni la radio, ni el
teléfono, ni los discos de gramófono los comprendo aún: para mí son magia pura
por más que me los expliquen innumerables veces-, sino a la cifra resultante de
la posición de sus agujas.
José Madrazo |
Éstas han sido para mí uno de los mayores y más
fascinantes misterios, y aún me atrevo a decir que lo son en muchas ocasiones.
Martín Llamedo |
Si me preguntan de improviso qué hora es y debo mirar un reloj rápidamente, creo
que en muy contadas ocasiones responderé con acierto. Sin embargo, si algo deseo
de verdad, es tener un reloj. Nunca en mi vida lo he tenido.
Martín Llamedo |
De niña, nunca lo pedí, porque siempre lo consideré algo fuera de mi alcance, más allá de mi comprensión y de mi ciencia. Me gustaban, eso sí. Recuerdo un reloj alto, de carillón, que daba las horas lentamente, precedidas de una tonada popular:
Martín Llamedo |
Ya se van los pastores a la Extremadura.
Ya se queda la sierra triste y oscura...
Jorge Gallego García |
También me gustaba un reloj de sol, pintado en la
fachada de una iglesia, en el campo. Este reloj me parecía algo tan cabalístico
y extraño que, a veces, tumbada bajo los chopos, junto al río, pasaba horas
mirando cómo la sombra de la barrita de hierro indicaba el paso del tiempo. Esto
me angustiaba y me hundía, a la vez, en una infinita pereza.
José Luis Corella |
Cómo me inquieta y me atrae el tictac sonando en la oscuridad y el silencio, si me despierto a medianoche. Es algo misterioso y enervante.
Martín Llamedo |
Durante la enfermedad, si es larga y debemos permanecer acostados, la compañía del reloj es una de las cosas imprescindibles y a un tiempo aborrecidas.
Martín Llamedo |
Me gustan los relojes, me fascinan,
pero creo que los odio. A veces, la sombra de los muebles contra la pared se
convierte en un reloj enorme, que nos indica el paso inevitable. Y acaso,
nosotros mismos, ¿no somos un gran reloj implacable, venciendo nuestro tiempo
cantado?
Jorge Gallego García |
Deseo tener un reloj. Muchas veces he pensado que me es necesario. No sé si llegaré a comprármelo algún día. ¿Lo necesito de verdad? ¿Lo entenderé acaso?
Los relojes
Jorge Gallego García |
La infancia, la fantasía, la sensibilidad, la creencia de que el mundo de la imaginación es patrimonio necesario de los seres humanos, el toque femenino y maternal... Características fundamentales de nuestra autora. ¿Estáis de acuerdo?
Benjamin Duke |
Ahora deleitémonos con un fragmento de su novela, Olvidado rey Gudú, ¿os recuerda quizás a las novelas de caballerías? Ya veréis qué sabor legendario:
Charles Ernest Butler |
El
Conde Olar era ya viejo, pero no era, ni lo fue jamás, un viejo como
los demás. Sikrosio llegó a entenderlo, por fin, y colocó de nuevo a su padre en su pedestal, hasta el día de su muerte.
Sam Weber |
Y llegó el día en que, de nuevo, el Abad de los Abundios entregó al Conde un pergamino con el sello que ya Sikrosio identificaba:
era el mismo emblema que lucía en su dedo índice, grabado en anillo de oro, el Príncipe Bastardo.
Sam Weber |
El Conde Olar era hombre adusto, poco dado a efusiones de ningún género, sin otra explosión de sentimientos visible que el restallar de su látigo. Pero tenía una especial costumbre: en las raras ocasiones en que un gozo intenso desbordaba sus espesos muros de contención, solía golpearse la cabeza con los puños de tal forma, que si no se hubiera tratado de su propia morra, todos hubieran creído que intentaba reducirla a bien poca cosa. Así, aquel día, se propinó toda suerte de puñetazos capaces de dar fin a testas más jóvenes o aparentemente más robustas. Después, bebió en abundancia, más que de costumbre —en esto nunca fue moderado—. Lo hizo rodeado de sus caballeros, de sus vasallos y del primogénito Sikrosio —recién investido caballero—. Luego partió hacia Occidente, con nutrida escolta, lo mejor trajeado que le fue posible.
Ernest Descals |
Sikrosio le acompañó hasta el borde de la tundra. Como clavado en el suelo, la cabeza alzada y los ojos ansiosos, le vio marchar, hasta que desapareció el último de sus hombres. Luego, un viento furioso lanzó aquel misterioso polvo gris sobre él y, cuando lo sacudió de su traje y montura, le pareció que una lluvia de ceniza intentaba sepultarle. Volvió grupas y galopó, desazonado, durante todo el día. Al anochecer, a su vez, bebió mucha cerveza: porque aquella ceniza se había pegado a su paladar y no parecía borrarse fácilmente. No obstante, una intensa alegría le llenaba, y su risa rodó como un trueno por las orillas del Oser, estremeciendo a quien halló en su camino.
Ernest Descals |
Tal vez pasó mucho tiempo. Tal vez varios años. Un día, el Conde regresó por el camino de la tundra. Hasta el momento, Sikrosio y sus hermanos habían defendido solos los ataques vecinales, y cuando vieron de nuevo el rostro ceñudo y los ojos grises de su padre, el primogénito supo que por fin llegaba un tiempo provechoso, aunque muy duro, para él. No había logrado aplacar el talante belicoso de sus vecinos, ni había sometido al Margrave —ya soberano— del País de los Desfiladeros, pero el Conde Olar halló sus tierras ni un palmo más allá ni uno más acá de como las dejó.
Charles Gleyre |
Ni una viña había engrandecido las viñas que crecían junto a su Torreón, pero ni una sola echó de menos en ellas. Tal vez aquel estado de cosas superaba sus mejores esperanzas y, acaso, esa fue la razón de que por vez primera y última en su vida tomara por los hombros a Sikrosio y, tras mirarle un rato con sus intensos ojos grises, le estrechara fuertemente entre sus brazos.
Olvidado rey Gudú
Seguramente que cualquiera de estas lecturas os ha atrapado, no lo dudéis continuad con estas extraordinarias lecturas.
Os dejo un magnífico documental de RTVE sobre nuestra querida Ana María.
VER DOCUMENTAL SOBRE ANA MARÍA MATUTE |
Un beso, amigos, espero que os guste este humilde homenaje.
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